«La Abuela Me Obliga a Compartir Mi Piso con Mi Hermano. Al Principio, Pensé Que Era una Broma»
Cuando la abuela me dijo por primera vez que tenía que compartir mi piso con mi hermano Cristian, me reí. Pensé que era una de sus bromas peculiares. Pero cuando lo repitió con una mirada severa en sus ojos, me di cuenta de que hablaba completamente en serio.
«No descansaré en paz hasta que compartas tu piso con tu hermano,» dijo, con una voz firme.
Cristian y yo nunca habíamos sido cercanos. Al crecer, él siempre era el que se metía en problemas, mientras que yo, Adela, era la responsable. Él era la oveja negra de la familia, siempre saltando de un trabajo a otro, sin asentarse nunca. Mientras tanto, yo había trabajado duro para conseguir un trabajo estable y finalmente compré mi propio piso en el centro de Madrid.
Cuando la abuela falleció, sus palabras resonaron en mi mente. Sentí un deber de honrar su último deseo, aunque significara trastocar mi vida. Cristian había estado viviendo en un piso destartalado en las afueras de la ciudad, apenas llegando a fin de mes. Sabía que necesitaba ayuda, pero no estaba preparada para el caos que se avecinaba.
Las primeras semanas fueron una pesadilla. Cristian se mudó con sus pocas pertenencias y mucho equipaje—tanto literal como metafórico. Era desordenado, ruidoso e inconsiderado. Dejaba platos sucios en el fregadero, ponía música a todo volumen a horas intempestivas y traía amigos sin avisar. Mi santuario de paz se había convertido en un campo de batalla.
Intenté hablar con él, establecer límites e incluso hacer un cuadro de tareas como cuando éramos niños. Pero nada parecía funcionar. Cristian asentía y estaba de acuerdo frente a mí, pero volvía a sus viejas costumbres tan pronto como me daba la vuelta. Era como si no le importara el impacto de sus acciones sobre mí.
Una noche, después de una discusión particularmente acalorada sobre su falta de contribución a los gastos del hogar, Cristian se fue enfadado. No volvió en dos días. Cuando finalmente regresó, estaba desaliñado y olía a alcohol. Me di cuenta entonces de que estaba luchando con algo más que encontrar un trabajo estable—estaba batallando con sus propios demonios.
Quería ayudarlo, pero no sabía cómo. Cada intento de acercarme era recibido con resistencia o indiferencia. Era como intentar sostener agua en mis manos; por más que lo intentara, se escapaba.
A medida que pasaban los meses, la tensión entre nosotros se volvió insoportable. Mi trabajo empezó a sufrir porque no podía concentrarme en casa. Mis amigos notaron el cambio en mí y me instaron a echarlo, pero no podía hacerlo. Las palabras de la abuela me perseguían: «No descansaré en paz hasta que compartas tu piso con tu hermano.»
Una tarde, después de otra discusión sobre su comportamiento irresponsable, Cristian se fue de nuevo. Esta vez, no volvió en una semana. Cuando finalmente lo hizo, estaba en peor estado que nunca. Había perdido su trabajo y no tenía a dónde ir.
Me sentí atrapada. No podía abandonarlo, pero vivir con él me estaba destruyendo. La gota que colmó el vaso fue cuando descubrí que había estado robando dinero de mi cartera para comprar alcohol. Me rompió el corazón ver hasta qué punto había caído.
Al final, no tuve más remedio que pedirle que se fuera. Fue la decisión más difícil que he tomado, pero sabía que era la única manera de salvarme a mí misma. Cristian se fue sin decir una palabra y no he vuelto a saber de él desde entonces.
El deseo de la abuela sigue sin cumplirse y pesa mucho en mi conciencia. Quería honrar su memoria ayudando a mi hermano, pero a veces el amor no es suficiente para salvar a alguien de sí mismo.