«Mamá Se Negó a Ver a Papá, Así Que Pasamos las Fiestas Separados. Un Día, No Pude Más»
Los años 90 fueron una década de cambios e incertidumbre para muchas familias en España. Para mí, fue una época marcada por el constante tira y afloja entre mis padres. Me llamo Lucía, y esta es la historia de cómo mi familia se desmoronó y cómo llegué a mi punto de quiebre.
Mis padres, Roberto y Liliana, se divorciaron cuando yo tenía solo seis años. La separación fue todo menos amistosa. Mamá se negó a ver a Papá, y Papá era demasiado orgulloso para hacer las paces. Como resultado, mi hermano Jaime y yo quedamos atrapados en el medio, yendo de una casa a otra que parecían mundos aparte.
Las fiestas eran lo peor. Acción de Gracias, Navidad, Semana Santa—cada una era un campo de batalla. Mamá insistía en tenernos para Acción de Gracias, así que Papá nos tenía para Navidad. Al año siguiente, sería al revés. Era un ciclo interminable de vaivenes emocionales.
Recuerdo una Navidad vívidamente. Tenía diez años, y era el turno de Papá de tenernos. Acababa de perder su trabajo, y el dinero escaseaba. No teníamos árbol, y las únicas decoraciones eran unos pocos adornos viejos de cuando él y Mamá aún estaban juntos. Papá hizo todo lo posible para que fuera especial, pero la tristeza en sus ojos era palpable.
Jaime y yo hicimos todo lo posible para animarlo. Hicimos copos de nieve de papel y los colgamos por el salón. Cantamos villancicos y horneamos galletas, pero la sensación de vacío persistía. Esa noche, mientras yacía en la cama, pude escuchar a Papá llorar en su habitación. Fue la primera vez que me di cuenta de lo profundamente que el divorcio lo había afectado.
Al año siguiente, era el turno de Mamá. Tenía un nuevo novio, Gerardo, que era bastante amable pero se sentía como un intruso en nuestras vidas. Mamá se esmeró en Navidad—había un árbol, luces y regalos por doquier. Pero todo se sentía vacío. La alegría era forzada, y la tensión entre Mamá y Gerardo era evidente.
A medida que pasaban los años, las fiestas se convirtieron en una fuente de temor en lugar de alegría. El constante ir y venir, las sonrisas forzadas y la tristeza subyacente pasaron factura. Para cuando tenía dieciséis años, ya había tenido suficiente.
Era Acción de Gracias, y se suponía que debíamos estar con Mamá. Pero ya no podía más. No podía fingir que todo estaba bien cuando claramente no lo estaba. Le dije a Mamá que quería quedarme con Papá. Ella se enfureció, acusándome de tomar partido. Pero no se trataba de tomar partido; se trataba de mi cordura.
Pasé esa Acción de Gracias con Papá. Fue tranquilo, solo nosotros dos. No tuvimos un gran banquete, solo algo para llevar del restaurante local. Pero por primera vez en años, sentí una sensación de paz. Papá y yo hablamos durante horas, compartiendo historias y recuerdos. Fue un recordatorio agridulce de lo que habíamos perdido.
Pero la paz duró poco. Mamá estaba furiosa y se negó a hablarme durante semanas. Jaime quedó atrapado en el medio, tratando de mantener la paz. Las fiestas se volvieron aún más tensas, y la brecha entre nosotros se hizo más grande.
Al mirar atrás en esos años, me doy cuenta de que el divorcio no solo rompió el matrimonio de mis padres; destrozó nuestra familia. El constante conflicto, el impacto emocional y las separaciones forzadas dejaron cicatrices que aún no han sanado.
Hoy en día, todavía lucho con los recuerdos de esas fiestas. El dolor de estar dividida entre dos padres, la tristeza de ver las lágrimas de mi papá y el vacío de las celebraciones forzadas me persiguen. Los años 90 fueron una época de cambios e incertidumbre, pero para mí, fueron una época de pérdida y dolor.